Alfred, un gringo -como lo llamamos los Colombianos- de 47 años ya cumplidos, obrero con trabajo fijo, casa, carro, y que, junto al hecho de ser obeso, feo y tímido, tenía una intensa vida sexual en internet, aprendió en Colombia que el dinero no puede comprar todo.

El hombre, con esa arrogancia que sólo puede tener un norteamericano porque gana en dólares, decidió venir a Colombia para conquistar, o mejor dicho ‘comprar’, una chica joven, linda, pobre y con el deseo de vivir en el gran País del Norte.

Una agencia, ustedes saben, en ese país existen agencias para todo, organizó el negocio: una hermosa paisa de 18 años, Maribel, lo esperaría en el aeropuerto de Rionegro ese sábado, a las once de la mañana.

La muchacha, arreglada como para la fiesta de las flores y acompañada de su mejor amiga y del hermano taxista que había ofrecido un servicio de 24 horas, se le acercó temerosa mostrando un papel con su nombre. El gringo, calvo y con un olor penetrante acabando de salir del avión con aire acondicionado, le hizo una sonrisa rara y la miró como cuando se evalúa una mercancía.

Fue llevado directamente a la finquita de la familia en Santa Elena, donde todo estaba listo. Parecía la llegada de un presidente, ya que Don Ramón, padre de Maribel, había pensado en todo, inclusive en cómo comunicarse con el futuro yerno, porque Pacho, el hijo del vecino que había hecho un curso de Inglés por correspondencia, estaba listo para ser oídos y palabras de todos, y doña Clotilde, su esposa, había trabajado desde las tres de la madrugada para hacer el almuerzo más delicioso del mundo.

Ambos, con ojos sólo para ese hombre que podría transformarse en la puerta para el chequecito mensual y, quién sabe, para un viaje a Estados Unidos, comunicándose por señas y con sonrisas continuas de veinticuatro dientes, estaban listos para complacerlo en el modo para ellos más congenial: poniéndolo a comer.

Alfred se sintió un rey. Parecía que toda esa gente estaba allá para agradarlo y se sintió orgulloso de ser un Americano. ¡Viva América! ¡Viva nuestro gran presidente! pensó.

A la una en punto la realísima bandeja paisa llegó con mesurada elegancia gozando de las alegres exclamaciones de júbilo que a su paso siempre despertaba en la gente deseosa de deleitarse con sus manjares que, siendo parte de esa ancestral cultura, se consideraban deliciosos.

La cara de indiferencia de ese hombre que parecía un forastero la sorprendió porque Alfred, con su atención solamente en Maribel, estaba ajeno a todo lo que lo rodeaba.

¡Qué falta de cortesía! ¿Acaso no sabía que era ella apetecida por todos?

Eso aún se lo habría podido perdonar, pero cómo perdonar su apatía en el comer lo que ella contenía con tanto orgullo?

¡Eso nunca!

La orden llegó clara y fuerte a los caballeros de la bandeja redonda: jamás ese gringo se olvidará de ese día y ordenó conquistar y humillar a ese insensible. Empezaron los exploradores. Ellos, miles de granos de arroz, usando los fríjoles como caballos, se bajaron encontrando un ambiente desconocido, habituado a leche, manteca de maní, comida sin mucha grasa y baja en carbohidratos, para controlar la obesidad. Por radio se comunicaron con la reina que mandó, en una arepa voladora, el chicharrón de diez patas. Juntos aseguraron sus posiciones a los lados del estómago extranjero que, sintiéndose atacado, gritó a su amo suplicándole ayuda para parar esa lluvia horrenda que, si continuaba, no se podía hacer responsable de lo que podía pasar.

Desafortunadamente Alfred, ahogado en los oscuros y prometedores ojos de Maribel, ni cuenta se dio.

Los asaltantes continuaron llegando y así la carne molida, utilizando el aguacate para deslizarse, aterrizó en medio de ese saco, inmediatamente seguida por dos huevos, que haciendo ‘surf’ en tajadas fritas de plátano maduro, saltaron felices arriba de sus amigas. Todo estaba ya conquistado, aparte de pequeños huecos de resistencia de quienes se apoderaron la mazamorra con bocadillo y la cerveza fría que terminaron de asegurar el control de ese ridículo estómago que ni sabía lo que era llenarse de verdad.

Después del almuerzo el gringo intentó entablar una conversación a solas con la muchacha, pero se sorprendió de que ya no podía ni pensar con claridad. En verdad se sintió morir y tuvo un sólo deseo: acostarse y, aterrizando en un viejo sofá, se quedó profundamente dormido.

Entonces, los caballeros de la bandeja redonda, también para matar el tiempo, empezaron a hacer torneos caballerescos, luchando entre ellos para ver quién podía llegar lo más pronto a una salida honorable. Los chicharrones, en su platillo volador, luchaban contra los huevos que, ya cansados de hacer ‘surfing’, no querían ceder su dominio. Los fríjoles, utilizando su poder explosivo, lanzaban poderosos signos de su existencia. La mazamorra y el bocadillo, encontrándose en medio de la batalla, se habían infiltrado en la carne molida, poniéndola en un estado de derrota y fermentación.

Todos esos movimientos crearon vientos poderosos que subiendo hacia la cabeza, mostraron a Alfred cómo llegaba a la finca, y se encontraba con veintisiete colombianos hambrientos y felices de verlo. Después del rito de los abrazos le indicaron una olla, de un metro de ancha y un metro ochenta de alta, ya en el fuego. Le dijeron que sus compatriotas con todos sus tratados los habían empobrecido y le agradecieron haber venido a nutrirlos. Los hombres lo desnudaron y ducharon (ya que le dijeron que estaba sucio y sudado y ellos eran gente aseada) y cuando ya lo estaban poniendo a hervir Alfred escuchó una trompeta y pensó que la caballería de su país, que llegaba siempre a tiempo, había venido a rescatarlo.

Desafortunadamente no era nada de eso. Era sí gente con uniformes y armas, pero se lo llevaron para la selva, poniéndolo a caminar por horas y horas y él, solamente con unas botas que le habían regalado y en interiores (ya que no había podido vestirse). Una grasa amarillenta empezó a salirse por las heridas que le habían hecho las espinas de las matas tropicales y cansado, hambriento y desesperado se sintió miserable y entonces gritó con toda su fuerza, y su grito movió el mundo, y su temblor empezó a sacudirlo.

Abriendo los ojos vio a Mirabel y a toda la gente que con sus gritos de lobo había despertado de la siesta, y que lo miraba preocupada. Todavía con la impresión de que esa familia lo iba a cocinar, y con los caballeros en plenos torneos, reaccionó y vomitó justo en el pecho de la chica.

¡Eso fue demasiado! Pasé la gordura, la calvicie y el sudor, pero el vómito no.

Un silencio helado lo despertó completamente y pudo escuchar:

“¡Too much, gringo!”

del único que hablaba su idioma y que expresaba los sentimientos de todos.

Sin otras palabras, sucio y medio enfermo, lo empujaron en el taxi, que esta vez le cobraría la carrera, y lo devolvieron al aeropuerto.

¡Que seas feliz! 🙂